Me besó con lentitud. Sin exigir. Solo ofreciendo. Y en ese beso, sentí todas las veces que nos perdimos, todas las palabras que no dijimos, todas las noches en las que nos dábamos la espalda sin saber cómo empezar de nuevo. Ahora empezábamos. Así.
Me moví sobre él, buscando su cuerpo, su piel. Su respiración se aceleró y la mía también. Lo miré mientras mis dedos recorrían su pecho, ese pecho donde tantas veces desee apoyar la cabeza en noches tristes. No era lujuria. Era amor. Era dolor también, sí. Pero era nuestro. Real. Presente.
Cuando sus manos tocaron mi espalda baja y me atrajeron hacia él, cerré los ojos. Me dejé llevar. Me dejé sentir. Y no por complacer. No por deber. Por deseo. Porque lo quería. Porque lo elegía.
No me importó si era torpe. Si mis movimientos no eran perfectos. Me importó que él estuviera ahí, mirándome como si aún valiera la pena todo lo que éramos.
Y en medio del calor, del temblor, de la conexión profunda… entendí que no estábamos haciendo el amor solo