El sonido del llanto se apagó tras la puerta cerrada. Silencio. Por fin. Me detuve unos segundos a escuchar, por si acaso. Había aprendido que los niños, como los adultos, siempre tienen una forma distinta de manipular el ambiente. Con llanto, con ternura, con miedo. Pero conmigo esas cosas no funcionaban.
Me giré lentamente, regresando a mi estudio. Un escritorio limpio, una lámpara de lectura encendida, y la carpeta que lo contenía todo: documentos falsificados, contratos de adopción ilegal, identidades pulidas con precisión quirúrgica. Tenía los nombres, los códigos, los pagos en proceso.
“Dos niñas, lo más parecidas posible. Que sean ‘hermanas’. No queremos escándalos.”
Eso fue lo que dijeron. Y yo siempre entregaba lo que prometía.
Abrí la carpeta, miré las fotos. Una de Sofía, tomada a escondidas desde la verja de la mansión Montessori. Otra, más antigua, de la que todos creen muerta. Son iguales. No hay error. Hasta un padre distraído las confundiría. Nadie sabrá que no naciero