Sofía ya se había calmado. La tenía en brazos mientras caminaba de un lado al otro de la habitación, como si el movimiento pudiera aplacar también el temblor que aún me recorría las manos. Aún podía sentir la presión del empujón en el costado, el golpe contra el césped húmedo, el estallido repentino del llanto de mi hija. Todo estaba fresco, hirviendo dentro de mí.
Jennifer.
Nunca pensé que ese nombre pudiera ser más que una anécdota del pasado de Mateo. Pero ahí estaba, de carne, hueso y veneno. La mirada altiva, las palabras envueltas en terciopelo y odio. Una mujer acostumbrada a no ser cuestionada, a herir sin ensuciarse las manos.
Pero esta vez sí se manchó. Y lo hizo conmigo.
—Quiero que se vaya de inmediato —dije con una tranquilidad que no tenía en estos momentos —, si no voy a verme obligada a mandarla a sacar con la seguridad de la casa.
—No tienes el poder para hacerlo.
—Quizás no, pero le puedo decir al señor Mateo lo que ha sucedido y no creo que le haga mucha gracia sabe