87. EL REFUGIO DE RICARDO

VICTORIA:

Miraba a mi alrededor; al apagar el motor, todo se volvió muy oscuro. Lo vi bajarse con cuidado y venir hasta mí. Colocó una mano en la malla metálica que me había dado y me ayudó a desmontar.

—Ven, yo te guiaré; tú aguanta la malla —ordenó sin voltear, tomando mi brazo con firmeza—. Está cerca, detrás de ese montículo.

No veía nada, la nieve no dejaba de caer. Aguantaba fuerte la malla en mi vientre, mientras las manos de Ricardo me guiaban con firmeza. Con torpeza lo acompañé, sintiendo cómo mis pies se hundían en la nieve helada. La tormenta mermaba mis sentidos y me hacía sentir vulnerable.

—No veo nada, Ricardo —reiteré, aunque apenas era audible entre el ruido del viento—. Sujétame fuerte.

—No temas, ya llegamos —dijo, casi como un susurro, apretándome contra su cuerpo.

Trataba de no tropezar, mientras el aire y la nieve no dejaban de azotarnos. Era difícil avanzar porque no se veía nada y nos hundimos una y otra vez.

—¿Qué pasa? —pregunté, nerviosa al ver
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