117. UNA TERRIBLE VERDAD

RICARDO:

Saqué mi teléfono, llamando una y otra vez a la mansión de los padres de Victoria, sin resultados. Conduje como un loco hasta llegar. La imagen que me recibió era aterradora. La policía tenía todo bloqueado con sus cintas y los cuerpos de todos los guardias de seguridad estaban por todas partes, mientras la estela de humo negro se elevaba en el cielo. Corrí como un loco, solo para ser detenido por la policía.

—Mi esposa está allá dentro —grité con desesperación.

—Señor, ya no puede hacer nada; todos están muertos —me informó un policía, lo que hizo que sintiera que mi corazón se encogía de dolor. No podía ser cierto, Isabel no podía haber sido tan cruel de haber asesinado a mi esposa y mis dos hijos.

Sus palabras resonaron como campanadas de destrucción en mis oídos, pero se negaron a tomar forma como verdad absoluta. Me resistí, sacudiendo mi cabeza, negando, gritando sin control.

—No, no, no puede ser —murmuré, sintiendo que las piernas me temblaban. Me solté de las
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