El sonido atronador de la música de la planta de abajo se filtraba como un pulso rítmico, pero en esa sala privada, desde la cuál se veía toda la pista de baile, apenas era un eco distante.
El aire olía a cuero, a alcohol y a un perfume caro, un aroma que contrastaba con el olor a pan recién horneado de la casa de Fabio. Christian había servido a Sam una copa, y ella, sintiendo el cuerpo pesado, se sentó en el sofá, con los pies descalzos sobre la alfombra suave y gruesa. Christian la observaba desde el otro lado de la habitación, con las manos en los bolsillos.
Un atisbo de interés, de dudas y de comprensión cruzaban sus ojos, pero no se sentía con la confianza de hablar de ello. Sabía que era algo que le dolía, algo que llevaría mucho tiempo callando.
La noche, que había empezado como un cuento de hadas, se había convertido en un torbellino de emociones. Sam se sentía vulnerable, expuesta. La escena con el profesor había abierto una herida que creía cerrada. Las lágrimas habían c