El sol de la mañana se colaba por las rendijas de las cortinas, pero la luz no lograba disipar la oscuridad en la que Fabio se sentía sumergido. La noche anterior, las palabras de Sam y la humillante cena con Margareth se habían grabado en su mente como un tatuaje doloroso. No había conseguido dormir. Se había pasado la noche en el pequeño sofá de su dormitorio, con la cabeza gacha, sintiendo el peso de su propia estupidez. Se sentía avergonzado, roto, inútil. Había alejado a la única persona que había traído luz a su casa, y no sabía cómo enmendar su error.
Al levantarse, se topó con Iván, que pasaba a su lado sin mirarlo, sin decir una palabra. El vacío que sentía en el pecho se hizo más grande, y el dolor se intensificó. Se sintió como un fantasma en su propia casa.
—Buenos días, Iván —dijo, con la voz más suave de lo habitual.
El niño, que se encontraba de espaldas a él, se detuvo, pero no se giró. Se limitó a asentir con la cabeza y a seguir su camino. El silencio de su hijo