El coche de Fabio se detuvo en el vasto aparcamiento de un parque de atracciones. Era un lugar pintado de colores vibrantes, lleno de música que se escuchaba a lo lejos y el sonido de las risas de los niños. Iván, que en el trayecto había estado callado, se soltó el cinturón y saltó del asiento con una energía que a Sam le hizo sonreír.
—¡Es enorme! —gritó Iván, con la voz llena de una excitación que Fabio no había escuchado en dos años.
Fabio miró a Sam y, por un instante, se sintió incómodo. La mañana aún pesaba en el aire entre ellos, como una niebla fría.
—Señor Gálvez, ¿estará bien que Iván falte al colegio? —preguntó Sam, intentando romper el hielo mientras el CEO terminaba de pagar las entradas.
—No se preocupe por eso. Todos los niños tienen derecho a estar "enfermos" un día.
Ambos sonrieron, una sonrisa que no era forzada, sino una sonrisa de complicidad momentánea.
Al entrar, Sam se quedó absorta. El olor a palomitas y algodón de azúcar, las luces, la gente... era co