Alexander retiró sus dedos de mi interior con una lentitud que hizo que contuviera la respiración. Un sollozo ahogado escapó de mis labios. Me sentí rara cuando invadió mi interior, pero me sentía el doble de extraña ante la ausencia de sus dedos.
Era demasiado extraño y nuevo para mí.
Respiré hondo, permitiendo que el aire llenara mis pulmones y que el temblor de mis extremidades se calmara un poco. Mis lágrimas seguían cayendo, pero ahora eran silenciosas, de puro agotamiento y de la tensión que se liberaba.
Lo miré. Él se había sentado sobre sus talones, observándome con una intensidad que me traspasaba. Su rostro era un pozo de confusión. Sus ojos, siempre tan seguros y fríos, recorrían mi cuerpo desnudo y tembloroso, luego se clavaban en su propia mano, como si las yemas de sus dedos aún guardaran la prueba física de mi verdad, a pesar de que no había sangre. ¿No se supone que debía sangrar ya que introdujo algo dentro de mí? ¿Dónde estaba la sangre?
Pero no había tiem