••Narra Kiara••
Sentía la garganta rasposa, a tal punto, que picaba sin cesar. La sensación era persistente y fastidiosa. Pero lo que más me molestaba, era saber que era causado por la sangre que derramé en contra de mi voluntad. Según los doctores, ya me habían realizado el lavado, pero seguía sintiendo que estaba ahí, ahogándome.
Creí que moriría, que mi momento en esta tierra había llegado su fin. Lo que pasó frente a mis ojos en ese momento, fue solo un mar de oscuridad. Y me di cuenta de lo mucho que había desperdiciado mi vida por obedecer a mi padre, después a mi esposo. No había hecho nada, no había disfrutado nada.
Las lagrimas rodaron por mis mejillas, calientes y saladas.
No he viajado, no he salido de esta testada ciudad, no he ido a un parque de atracciones, ni a un zoológico, ni siquiera al cine. He vivido la mayor parte de mi vida encerrada en la mansión de mi padre y después en la de Alexander. Ya no podía vivir de esa manera.
—¿Qué te duele? ¿Llamo al docto