••Narra Alexander••
La observaba dormir. Era lo único que podía hacer.
Kiara estaba en la cama del hospital, Su piel, ya de por si clara, se encontraba diez veces más pálida de lo normal. Su respiración era un leve, frágil. Pasaba más tiempo dormida que despierta, y cada vez que sus párpados se cerraban de golpe, sin previo aviso, sentía como se apretaba mi pecho. Su cuerpo estaba agotado, luchando contra un veneno que yo no había podido evitar.
Yo, que había dormido en los colchones más caros del mundo, llevaba dos noches en un sillón que parecía diseñado para torturar espaldas. Y no me importaba. Lo que me quitaba el sueño era ella. Esa mujer que, en los escasos momentos de lucidez, me miraba con una desconfianza que me cortaba más profundo que cualquier cuchillo. Creía que yo había intentado matarla. Y, maldita sea, no podía culparla. Me había pasado tres años tratándola como a una posesión molesta, como a la prueba viviente de un acuerdo que, en el fondo, yo mismo había orquest