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—Dime que estás bromeando.

Stu no se molestó en responderle, todavía agitado, el cigarrillo colgando entre los labios, el cabello goteando y la ropa empapada de transpiración, desentendiéndose al fin de la muchedumbre que se retiraba, todavía coreando sus canciones. Demoró a Finnegan a la puerta de los vestidores, una mirada ceñuda clavada en el reverso en blanco de la lista de canciones que tocaran esa noche. Se rascó la barba a riesgo de rayarse la cara con el marcador grueso en su mano. Al fin escribió algo en letras grandes y giró hacia Finnegan, tratando de apartar el cabello que se le pegoteaba a las sienes.

—Vamos, hazlo —dijo sonriendo al sostener ante su pecho lo que acababa de escribir.

Finnegan lo leyó y volteó para no soltarle la carcajada en la cara.

Para Cecilia, hola pendeja. ¡No puedes hacer esto, maldito pendejo!

—Cierra el trasero y toma la maldita foto —replicó Stu muy serio, y señaló el teléfono en la mano de Finnegan

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