Seis horas. Eso era cuanto habían resistido.
Seis horas después de llevar a C a su casa, Stu consideró que ya estaba bien de ocio solitario. De modo que frunció la cara al meterse los auriculares en las orejas, tan minúsculos como invasivos, se pidió una Corona bien fría y abrió la tablet de Finnegan.
La llamada de C llevaba unos quince minutos esperándolo, como para demostrar esa sintonía que, una vez más, rayaba con lo bizarro. Y un momento después ahí estaban, como siempre, como si aún estuvieran a un mundo y no a quince minutos de distancia.
C le hablaba con su computadora en la mesa del comedor, el departamento patas arriba y ella entrando y saliendo de cámara mientras limpiaba, firmemente decidida a recoger hasta la última colilla y la última tapa de cerveza que quedaran. De fondo sonaban canciones de los primeros discos de Slot Coin, y C despotricaba contra la falta de compromiso del primer guitarrista.
Stu la escuchaba protestar con una vaga sonri