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Brenda, con el rostro aún pálido por la conmoción, se quedó boquiabierta. Aquella información era como un jarro de agua helada que le cortaba la respiración.

¡¿Despedida?!

—No... no puede hacerme esto—murmuró, su voz rasgando el silencio de la oficina. Era el único trabajo que tenía, el que la sacaba a flote.

Alexander, sin embargo, se mantuvo firme, su expresión de una frialdad absoluta.

—Ya está hecho, Brenda—terminó diciéndole, sin pizca de arrepentimiento o duda—. Estás despedida. Las consecuencias de tus actos no se limitarán a una regañina. Ten suerte de que solo sea esto.

La mujer sintió cómo la sangre le subía a la cara, la sorpresa transformándose en una rabia hirviente. Aquel golpe era demasiado fuerte. Su expresión se llenó de un enojo contenido, los ojos inyectados en una furia silenciosa. Sin decir una palabra más, para no darle la satisfacción de verla suplicar, se dio la media vuelta y salió de la oficina. Cerró la puerta con una fuerza desmedida, un golpe seco
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