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Días después de su agitado regreso de Italia, la oficina de Alexander en Nueva York no ofrecía consuelo. Estaba inmerso en el trabajo, intentando compensar los días perdidos, cuando la puerta se abrió sin previo aviso.

Alexander dio un respingo cuando vio a su madre, Marina, parada en el umbral.

—Madre, ¿qué haces aquí? ¿Por qué has venido? —preguntó, sintiéndose invadido.

Marina entró con aire de dueña y se sentó en la silla frente al escritorio, observando la oficina con una mirada de evaluación.

—No me ha gustado nada lo que hiciste. Sabes, cuando me colgaste la llamada. ¿Cómo le pides a tu madre que no te llame a casa? No me respetas.

Alexander la escuchó con los brazos cruzados, adoptando una posición relajada que ocultaba su fastidio. Comprendía que su madre nunca cambiaría; seguía siendo igual de exigente.

—Fui claro contigo cuando te dije que tenía que hacer unas cosas en Italia. Lo siento si te molestó que te haya colgado la llamada, pero realmente tenía muchas cosas por hac
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