Doris terminó de llegar al comedor una vez Valeria se había retirado. Alexander todavía permanecía en la mesa, pero con ambos codos apoyados y la cabeza entre las manos, en una expresión de impotencia y enojo brutal.
Doris, con voz insegura, hizo saber de su presencia. El hombre se percató de ella, volteó a mirarla y se levantó de golpe.
—Encárgate de esto —espetó, señalando la mesa con un movimiento brusco—. Ya no voy a comer.
Se fue a su habitación sin decirle nada más. Doris iba a cuestionarle algo, tal vez sobre la señora, pero mejor se quedó callada e hizo lo que le ordenó.
Alexander estuvo deambulando por toda la oficina, de un lado al otro, como un animal enjaulado. Caminaba furioso, tratando de disminuir esa ferocidad que estaba dominándolo, pero incluso cuando se esforzaba por calmarse, era demasiado complicado.
Ella lo sacaba de quicio, lo volvía loco. Olvidaba que de pronto su timidez y su aparente tranquilidad y docilidad desaparecían para convertirse en alguien que ataca