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Después de haber almorzado, incluso a regañadientes, Valeria se metió en la habitación. Se quedó con el teléfono en la mano, intentando no pensar en nada más. Observó la pantalla y tuvo el impulso de llamar a su madre, pero luego recordó las palabras de Alexander y su advertencia de que ni siquiera se le ocurriera tener contacto con ella.

En ese momento, Valeria le daba demasiada rabia la actitud del hombre. ¿Quién se creía dueño de ella y de sus acciones, de su vida? Alexander no tenía el derecho de prohibirle nada, pero al mismo tiempo, ella tontamente creía que tenía que hacerle caso para evitarse problemas. Era así como se daba cuenta una vez más de que era una prisionera, como un rehén en aquellas cuatro paredes que, a veces, sentía que la apretaban, que la dejaban sin aire.

En ese momento, Doris se asomó hacia la habitación.

—¿Necesita algo? ¿Quiere que le traiga algo, señora?

Valeria, con un gesto cansado, le expresó que no, que estaba bien, que no necesitaba nada y que solo in
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