TANYA RHODES
La casa de Paulina era enorme, minimalista, sobria, inspiraba frialdad y oscuridad. Se abrieron las puertas automáticas y ella lucía una sonrisa victoriosa mientras yo podía sentir el movimiento de mis intenciones dentro de la mochila que sostenía contra mi pecho.
—Aquí estarás a salvo, ya verás —dijo con suficiencia antes de verme por el rabillo del ojo—, Viggo no te hará nada.
Apreté los labios y traté de esbozar una sonrisa, pero estaba demasiado nerviosa. Bajamos el auto en cuanto llegamos a la puerta principal. Un par de hombres grandes y corpulentos se acercaron.
—No te preocupes, es solo por seguridad —agregó Paulina mientras uno de ellos extendía su mano hacia mi mochila y el otro me pedía que estirara las manos y abriera las piernas—. Confío en ti, pero no en Viggo.
El primer hombre pasó un detector de metales por mi maleta mientras el otro palpaba mis piernas, torso y brazos. Me guardé la incomodidad, mientras controlaba las ganas de voltear hacia mi mochila