Un silencio tenso flota en el aire, como si cada mirada esperara que mi respuesta sellara nuestro destino.
Sonrío, y esa sonrisa es una armadura templada por años de humillaciones.
—No sé qué tan fiable sea su informante —digo con voz serena, como quien pone una copa sobre la mesa y la hace vibrar—, pero entre mis opciones jamás ha estado declarar la quiebra y dejar sin pan a quienes dependen de esta casa.
El murmullo se transforma en cuchicheo. Una reportera, afilada como una daga, inclina el micrófono hacia mí con la sonrisa complaciente de quien espera herirme.
—¿Y qué me dice de Adán García? —lanza, con esa malevolencia que me suena a perfumada complicidad—. ¿Aprendió de él a gestionar una crisis? Estuvo casada con él tres años; fue el tiempo en que el Sr García levantó una empresa de la nada.
El nombre cae en la sala como un olor agrio. Mi sangre se calienta, pero me controlo; he aprendido a convertir la cólera en calma.
—Lo que sé lo aprendí por mérito propio. —mi respuesta es c