Me levanto sin mucho ánimo. El cuerpo me pesa y, sin embargo, lo primero que asalta mi mente al abrir los ojos no es el cansancio, sino el hambre. Un hambre voraz, desmedida, que me arranca la paz como un rugido en mis entrañas. Hambre de devorarlo todo, como si el mañana no existiera, como si la vida se redujera a este instante. Y lo pienso: no me importaría nada con tal de saciar esta necesidad.
A mi lado, Nikolaus duerme profundamente. Su respiración acompasada me envuelve, y por un instante la tentación de quedarme junto a él es casi irresistible. Se ve tan sereno, tan hermoso, que me duele apartarme de su calor. Pero este apetito insaciable no me da tregua.
Me levanto despacio, casi de puntillas, como si traicionar su descanso fuese un sacrilegio. Camino hasta la cocina con la certeza de que toda la familia se encuentra aún en casa, y cada paso es un intento de silencio absoluto.
—Eva… —susurra una voz a mis espaldas.
Me sobresalto. El corazón me golpea el pecho como un tambor y