Adán García.
Su rostro está más pálido que la última vez que la vi. Sus ojeras parecen haberse duplicado y ese comportamiento errático, casi esquivo, me indica lo nerviosa que le pone mi presencia.
—¿Me lo dirás? —pregunto nuevamente, intentando contener la impaciencia que me quema por dentro.
—Solo es agotamiento físico —responde con voz firme, aunque sus ojos esquivan los míos—. Creyeron que podría ser otra cosa y me mandaron a hacer análisis, pero todo salió en orden. Él solo me informaba.
No le creo una sola palabra. La observo detenidamente: su figura parece más delgada… ¿Habrá comido bien en estas semanas? Quizás debería traerle algo de comer. No dejo de repetirme que, después de todo, fue mi esposa… y que nunca me preocupé realmente por ella. ¿Acaso no se lo debo?
—¿Quieres qué…? —empiezo a decir, pero ella me interrumpe.
—En realidad, Adán, ya te cercioraste de mi estado. ¿Podrías irte? —su voz es cortante, firme, con ese filo que corta más que cualquier cuchillo—. Tu presenci