Cautelosa y muy asustada, con el corazón golpeándole las costillas como si quisiera escapar antes que ella, Aitana recorrió la pequeña casa. Hasta que llegó a la habitación. Allí notó que la puerta del pequeño armario estaba entreabierta, apenas unos centímetros, suficientes para helarle la sangre.
—No… no. El ahorro, se han llevado mi ahorro —exclamó con la voz quebrada, pensando en el dinero que tenía guardado para irse con su hija, y con Marisa.
En dos zancadas se acercó y aferró sus manos a las puertas, con los dedos temblorosos, mirando que ni siquiera su ropa estaba allí.
El vacío del armario la golpeó como una bofetada y lágrimas ardientes inundaron sus cuencas, nublándole la vista, haciéndole difícil respirar.
Pero al desviar su mirada hacia la cama, vio una nota. El papel blanco contrastaba cruelmente con las sábanas.
Corrió a leerla, con el pulso desbocado.
“He hecho la mudanza por ti, ven”.
Ella empuñó fuerte el papel, arrugándolo entre sus dedos, mientras temblaba de im