El precio de un error que no cometí.
Al día siguiente, tan pronto Aitana llegó al hospital, la llamaron a la sala de junta. Ni siquiera se permitió respirar; se colocó la bata de forma apresurada y se dirigió directamente allí, ignorando las visitas médicas que tenía pendientes. La tensión era tan espesa que podía cortarse.
Entró a la sala. Varios doctores estaban reunidos ya, todos con expresión seria. Y, a la cabeza, sentado como un rey que dictaba sentencias, estaba Alan, el padre de Aitana, con el rostro endurecido y los ojos fríos como una cuchilla.
Antes de que Aitana siquiera abriera la boca para explicar el motivo de la reunión, Alan se puso de pie.
—Anuncio que pienso retirar todo el presupuesto que dispuse para el proyecto de ayuda a pacientes de escasos recursos.
Un murmullo se levantó entre los presentes.
Aitana sintió cómo un nudo de impotencia le desgarraba el estómago, como si le abrieran las entrañas con una mano invisible. ¿Cómo llegó su padre a esto? ¿En qué momento se transformó en un hombre tan cruel?