En la mansión, Ethan regresó a la hora del almuerzo como todos los días desde que nació el pequeño Oliver. Subió directo a la habitación de su hijo, empujó la puerta y se acercó despacio a la cuna.
Extendió los brazos y lo alzó con delicadeza, sosteniéndolo contra su pecho. Podía sentir el calor de su cuerpecito, su fragancia a bebé. En cuanto el pequeño sintió el contacto, abrió lentamente sus ojitos rasgados, tan pequeñitos, tan tiernos.
—Hola, campeón —susurró Ethan besando con ternura su frente—. Papá está aquí.
El bebé hizo un balbuceó suave y con su manita atrapó el dedo meñique de su padre. Aquel simple gesto motriz, llenó a Ethan de una ternura inefable, lo acunó más fuerte entre sus brazos, balanceándolo suavemente.
—Vamos con mamá —dijo sonriéndole a su pequeño.
Salió de la habitación del niño y caminó por el pasillo rumbo a la habitación matrimonial. Abrió la puerta lentamente y se sorprendió de ver la cama perfectamente tendida. Se adentró en la recámara.
—Jane… —