Un mes después, allí estaba Marina, frente al espejo, vestida de novia. Su vestido, una obra maestra diseñada por un renombrado modista brasileño, era de satén blanco impecable, con delicados bordados de pedrería que dibujaban arabescos a lo largo del corpiño ajustado. Las mangas largas de tul translúcido estaban adornadas con pequeños cristales, y la falda voluminosa caía con un movimiento fluido, deslizándose como una nube alrededor de sus piernas.
Su cabello rubio estaba cuidadosamente recogido en un moño bajo y elegante, con algunos mechones sueltos que enmarcaban delicadamente su rostro. Un velo de tul ligero, sujeto por una tiara de perlas discretas, completaba el conjunto, dándole un aire de gracia y sofisticación. Marina respiraba hondo, sintiendo el peso del momento, pero también la alegría de saber que estaba a punto de dar uno de los pasos más importantes de su vida.
—Estás preciosa, Mari —dice Daniela, con la voz entrecortada, mientras se seca el rostro con un pañuelo blan