Ya es de madrugada cuando Víctor estaciona el coche frente al Cementerio Jardín de la Eternidad, un lugar reservado exclusivamente para sepulturas de personas de la alta sociedad. La entrada imponente, con portones de hierro ornamentados y una fachada de mármol iluminada por luces discretas, exhala un aire de exclusividad y sobriedad.
Víctor apaga el motor y, con un gesto firme, le indica a Marina que baje del coche. Ella duda por un instante, pero obedece, saliendo al aire frío de la madrugada.
— Vamos — dice él, sin mucha ceremonia, caminando hacia la puerta principal.
Marina lo sigue, envolviendo los brazos alrededor del cuerpo en busca de algo de abrigo contra la brisa helada que atraviesa el lugar. El camino que recorren, pavimentado con piedras antiguas y bordeado por cipreses altos, está débilmente iluminado, creando sombras inquietantes que parecen moverse con el viento.
Marina siente un escalofrío recorrerle la espalda, una sensación incómoda que la hace mirar alrededor, casi