Luciana miraba el reloj cada dos minutos, inquieta.
La cena con Joaquín debía haber terminado hace horas. Dylan le había prometido que después iría a su departamento, pero ya pasaban de la una de la madrugada y no había señales de él.
El celular de Dylan... apagado.
El de Joaquín... también.
Sintiendo cómo el miedo le apretaba el pecho, Luciana se obligó a preparar café para mantenerse despierta.
No podía relajarse. No hasta verlo entrar por esa puerta.
El timbre del portero vibró en el silencio del apartamento.
Corrió a contestar.
Dylan subió al departamento.
Se veía bien, pero estaba desalineado: la camisa arrugada, un pequeño rasguño en el cuello, el cabello revuelto, el saco en la mano como si hubiera pasado por una batalla.
En cuanto lo tuvo frente a ella, Luciana no pudo evitar examinarlo con la mirada, buscando alguna herida grave.
—¿Estás bien? ¿No te hizo nada, verdad? Prometió que no lo haría...
Dylan la miró, con una mezcla de alivio y enojo en sus ojos.
Caminó