La mañana siguiente amaneció extrañamente tranquila.
Luciana aún dormía acurrucada en el pecho de Dylan, mientras él miraba el techo, incapaz de conciliar el sueño del todo.
El aroma a café recién hecho lo sacó de sus pensamientos.
Un crujido en la cocina.
Algo se movía.
Instintivamente, Dylan se incorporó de golpe y en ese impulso terminó cayéndose del sillón con un golpe sordo.
—¡Mierda! —masculló, frotándose el codo.
Luciana se despertó alarmada, parpadeando somnolienta.
—¿Qué pasa? —preguntó.
Dylan apenas pudo responder, señalando hacia la cocina.
Allí, muy cómodo, con una espátula en la mano y silbando despreocupadamente, estaba Joaquín.
Vestido con ropa casual —vaqueros, camiseta negra—, como si estuviera en su propia casa.
La mesa del comedor ya estaba servida con un desayuno completo: huevos revueltos, pan tostado, jugo de naranja y más café.
Luciana soltó un gruñido al ver a su hermano.
—¿Cómo demonios entraste?
Joaquín le lanzó una sonrisa inocente.
—Hermana,