Guille
El olor al desayuno llenaba la cocina cuando me senté frente a Juana.
Tenía el cabello recogido en dos trenzas chuecas que ella misma se había hecho, y desayunaba como si estuviera en un concurso de velocidad.
Yo tenía el móvil en la mano, releyendo el último mensaje de Gala. No podía evitarlo: cada palabra que escribía, por más normal que fuera, me hacía sonreír como un idiota.
Gala: “A las nueve, ¿ok? No llegues tarde o te retiro la invitación.”
Escribí rápido, con el pulso acelerado:
Yo: “Ni lo sueñes. Ya estoy contando los minutos.”
—¿Quién es? —preguntó mi hermana con la boca llena, levantando una ceja como una anciana sabia.
—Nadie —respondí, demasiado rápido.
Dejó la tostada en el plato y me miró fijamente. Me dio esa mirada de hermana pequeña que siempre lograba arrancarme la verdad.
—Estás sonriendo —dijo, señalándome con el dedo—. Y tú nunca sonríes, mucho menos por la mañana.
Negué con la cabeza, pero sentí el calor subiéndome a las mejillas.
—Solo… alguien que cono