Gala
Su cuerpo seguía envuelto alrededor del mío como la noche anterior. Abrí los ojos, deseando grabar en mi mente su imagen.
La luz de la mañana entraba tímida entre las cortinas del apartamento, pintando la habitación con un brillo suave. Sus brazos me rodeaban con firmeza, como si incluso dormido no quisiera soltarme.
Sonreí y sentí mi pecho hincharse con una emoción extraña, casi peligrosa. No podía creer que todo lo de anoche hubiera sido real, que ese hombre fuerte, serio y misterioso se hubiera desbordado conmigo hasta dejarme sin aliento.
Me giré un poco, quedando frente a él.
Tenía el ceño relajado, los labios entreabiertos, respirando lento. Tan distinto a la intensidad con la que me había besado horas antes.
No me resistí a la tentación. Deslicé un dedo por su mandíbula, bajando hasta su pecho. Luego me incliné y comencé a repartir besos suaves sobre su piel, esperando provocarlo, encenderlo otra vez.
—Despierta… —susurré contra su cuello, con una sonrisa traviesa. Mi mano bajaba peligrosamente hasta su entrepierna que ya comenzaba a mostrar como despertaba con fuerza y deseo.
Él gruñó, abriendo los ojos con pereza. En cuanto me vio sobre él, me atrapó de la cintura y me besó con esa fuerza que ya conocía, robándome el aire en segundos.
Estábamos a punto de perdernos otra vez cuando, de pronto, se incorporó de golpe.
—¡Mierda! —exclamó, saltando de la cama.
Me quedé paralizada, el corazón dándome un vuelco.
—¿Qué pasa?
Guille buscó su ropa como un loco. Recogió la camiseta del suelo, los pantalones del sofá, las zapatillas de debajo de la cama.
—Es tardísimo —dijo, vistiéndose a toda prisa. Su voz sonaba apurada y tensa—. Lo siento, de verdad. La pasé muy bien anoche, pero debo irme.
El corazón se me encogió. ¿Era eso todo? ¿Una noche y ya? Sentí un vacío en mi pecho… y me odié por haber sido tan ingenua.
Lo miré sin entender. Me puse de pie, sin importarme quedar desnuda frente a él. Ya me había visto hasta el alma, y saboreado más allá...
—¿De verdad te vas a ir? ¿Me vas a dejar así sin más? —pregunté, sintiendo un nudo en la garganta—. ¿Solo me usaste?
En mi mente apareció la voz de mi padre, dura y cortante: "Los hombres solo buscan lo que quieren de ti". Por un instante, pensé que tenía razón. Y eso me dolió.
Se detuvo de golpe. Vi cómo sus manos apretaron la tela de la camiseta. Sus ojos se clavaron en los míos con una intensidad oscura. Todo el aire que me quedaba en los pulmones se esfumó.
En menos de dos zancadas, cruzó la habitación hasta quedar parado delante de mí. Su abrazo fue firme y desesperado. Era como si necesitara hacerme entender con el cuerpo lo que no podía decir con palabras.
—Jamás —murmuró contra mis labios, con la voz cargada de pasión—. No tienes idea de cuánto me gustas, princesa.
Antes de que pudiera responder, me besó. Fue un beso apasionado, ardiente, como el de la noche anterior, pero con algo nuevo: una promesa.
Cuando por fin me soltó, estaba mareada. Mi enojo se redujo a cenizas. Cenizas que el viento de la ventana abierta se llevó en un instante.
—Dame tu teléfono —le pedí con la respiración agitada.
Él sacó su móvil del bolsillo. Tomé el aparato, marqué mi número y lo guardé con mi nombre. Luego se lo devolví con una sonrisa desafiante.
—Ahora no tienes excusas para desaparecer.
Él me sonrió de vuelta, con esa chispa que me volvía loca.
—No pienso hacerlo —dijo acariciando mi mejilla. Me besó antes de desaparecer por la puerta.
Aunque todavía no entendía por qué tenía tanta prisa, en el fondo tenía la certeza de que no era un adiós.
Era apenas el comienzo.
Después de unos minutos de suspirar como una adolescente enamorada, me levanté. Tomé una camiseta vieja de Pedro y me miré en el espejo antes de salir al salón.
Mis amigos ya estaban reunidos alrededor de la mesa, devorando medialunas y riéndose como si la noche anterior no hubiera terminado con exceso de alcohol y algo más que un simple baile.
—¡Miren quién salió de la cueva del amor! —exclamó Pedro apenas me vio, con una sonrisa maliciosa—. ¡La duquesa Castillo, despeinada pero feliz!
Todos rieron. Yo rodé los ojos, aunque no pude evitar sonrojarme.
—Dejen de exagerar —dije, sentándome junto a Julieta.
Pero mi amigo no tardó en insistir:
—Exagerar, dice… Por Dios, ¡si el grandulón se fue cogeando de vuelta a su casa! —Y luego, en voz más alta, agregó—: Ese chico tiene brazos para el pecado.
Julieta le pegó un manotazo, riendo, pero también asintió con complicidad. No podía dejar de reír, aunque la piel aún me ardía al pensar en Guille.
—La verdad —dijo, dándome un codazo—, se le notaba que está loco por ti.
Yo escondí la cara en la taza de café, intentando que no vieran mi sonrisa.
La única que no participaba en la charla era Manuela. Estaba recostada en la silla, con gesto de fastidio, moviendo la cuchara en su taza como si quisiera taladrarla.
—¿Qué te pasa ahora? —preguntó Juli, cansada.
—Nada —respondió ella, con un tono ácido—. Solo que algunos saben divertirse mucho mientras otros tenemos que recoger el desastre.
El silencio cayó un instante.
Yo iba a contestar, pero Julieta se adelantó, con la voz firme y clara:
—No, Manu. No vas a arruinar esto. Gala tiene pocos momentos para respirar sin que su padre le marque cada paso, y no vamos a permitir que tu mala onda los opaque.
Manuela frunció los labios, pero no dijo nada. En sus ojos vi un brillo extraño, una mezcla de celos y reproche que me heló un instante…
Tomó su bolso, se levantó con brusquedad y salió dando un portazo.
El silencio volvió a instalarse. Pedro fue el primero en hablar:
—Bueno… creo que alguien necesita un novio urgente... O por lo menos una buena revolcada como nuestra querida duquesa.
La risa explotó en la mesa, aliviando la tensión.
En ese momento, mi celular vibró. Lo tomé casi con indiferencia, pero cuando vi el mensaje en la pantalla, mi corazón dio un salto.
Guillermo.
Abrí la notificación de inmediato:
Guille: No dejo de pensar en ti. Ojalá me hubiera podido quedar un ratito más...
Un chillido se me escapó antes de poder controlarlo. Pedro se inclinó para mirar la pantalla y me arrebató el celular de la mano.
—¡Dios mío! —exclamó en tono burlón—. ¿Quién eres y qué hiciste con mi amiga? Mírate, Gala, emocionada como una quinceañera con su primer beso. Te recuerdo que ya salimos de la secundaria hace años.
Le quité el celular de un manotazo, pero ya era tarde: todos reían. Yo también lo hacía, pero con las mejillas ardiendo.
—Déjenme en paz —protesté, aunque no podía borrar la sonrisa tonta de mi cara.
Julieta me abrazó por los hombros.
—No te preocupes. Te lo mereces.
Me quedé mirando el mensaje de nuevo, con una sensación extraña en el pecho. Como si, por primera vez en mucho tiempo, pudiera elegir algo que mi corazón realmente quería.
Y pensé en lo que Julieta había dicho: “pocos momentos de libertad.”
Tenía razón. Mi padre me había condenado a la medicina desde que terminé la secundaria. A veces me gustaba, sí, pero nunca fue mi sueño. Siempre había querido cantar. Estar en un escenario, sentir la música recorrerme como anoche en el karaoke. Ese era mi verdadero lugar. Pero para Arturo Castillo, eso era un hobby inútil.
Así que me obligué a tragármelo, a ser la estudiante de medicina perfecta, la hija ejemplar.
Hasta ahora.
Miré a mis amigos riéndose a carcajadas, y volví a ver el mensaje en mi celular. No sé por qué, pero sentí que con Guillermo podía ser yo misma, sin máscaras, sin obligaciones.
Y eso, aunque me asustaba, me hacía sonreír como una idiota.
Volví a leer el mensaje, una y otra vez, hasta que decidí contestar.
Yo: “Yo tampoco dejo de pensar en ti. ¿Qué haces más tarde?”
Me mordí el labio apenas lo envié. La respuesta llegó enseguida.
Guille: “Entreno en la tarde… pero después estoy libre.”
Sentí un cosquilleo en el estómago.
Yo: “Entonces tienes una cita. A las nueve. Yo invito.”
Hubo un silencio que me pareció eterno, hasta que apareció su respuesta:
Guille: “Ni lo sueñes, princesa. Yo invito.”
Yo: “¿Ah, sí? Pues veremos quién paga primero.”
Guille: “Te apuesto un beso a que gano yo.”
Sentí un calor subir por mi cuello. Ese hombre sabía exactamente cómo desarmarme. Me cubrí la boca para no soltar otro chillido, pero Pedro ya me había visto la cara.
—¡Santo cielo! —dijo con tono dramático—. ¡Ya tenemos boda en puerta!
Ambos se echaron a reír mientras yo escondía la cara detrás del celular.
Yo: “Está bien… pero no me voy a rendir tan fácil.”
Guille: “Perfecto. Entonces nos vemos a las nueve.”
Un suspiro demasiado largo escapó de mis labios. Una sonrisa idiota se me dibujó en la cara.
Por primera vez en mucho tiempo, tenía algo que era solo mío.
Tenía una cita con él.