Guille
Cuando la vi subir al escenario improvisado con el micrófono en la mano, todo lo demás se desdibujó.
Solo existía ella...
"¡Dios mío! Esta mujer me tiene hechizado..."
Gala se acomodó un mechón de cabello tras la oreja, sonrió nerviosa y, cuando la pista comenzó, abrió la boca para cantar.
Y yo me quedé helado.
Su voz era clara, fuerte y dulce al mismo tiempo. Cantaba con el corazón en la garganta, como si estuviera liberándose de algo que la ahogaba. Sus ojos brillaban, y cada nota me golpeaba en el pecho como un puño, pero uno que no quería bloquear.
Me encontré sonriendo y balanceando mi cabeza al ritmo de la música, sin darme cuenta. Nunca había pensado que mirar a alguien cantar podía sentirse tan íntimo, como si me estuviera mostrando partes de sí misma solo a mí.
No sé cuánto tiempo pasó, pero de pronto alguien se paró a mi derecha.
—Así que tú eres Guillermo, ¿no? —preguntó el amigo delgado, con camiseta ajustada y una sonrisa maliciosa.
Lo miré de reojo.
—Sí.
La amiga morena de ojos atentos se acercó por la izquierda; estaba atrapado entre los dos. Bufé negando con la cabeza.
—Soy Julieta —dijo—. Y él es Pedro.
—Somos los mejores amigos de Gala —agregó Pedro, señalándose con orgullo—. Mira, campeón, sé que esto sonará cursi y algo sacado del cliché. Pero te lo digo con cariño: si le rompes el corazón, te las verás conmigo.
La chica asintió, apoyando su mano en mi hombro.
—Con los dos —corrigió—. Y créeme, no somos débiles, mucho menos cuando se trata de protegerla.
Los observé un momento. La amenaza era clara, pero estaba envuelta en humor y cariño. Más protectora que agresiva. Y, para mi sorpresa, eso me hizo reír.
—Entendido —respondí sin parar de sonreír.
Ambos sonrieron satisfechos. Volví la vista al frente, justo a tiempo para verla terminar la canción. La gente comenzó a aplaudir y gritar, y ella bajó corriendo del pequeño escenario.
No me dio tiempo de reaccionar: Gala se lanzó directo a mí, rodeándome el cuello con fuerza. La levanté por reflejo, sintiendo su cuerpo entero contra el mío.
—¡¿Me viste?! —exclamó, riendo contra mi oído, con una mezcla de euforia y nervios.
—Te vi —dije, mi voz ronca, porque no podía pensar en otra cosa que no fuera lo bien que se sentía tenerla tan cerca.
Los amigos aplaudieron y rieron a nuestro alrededor. Pedro, con una picardía imposible de ignorar, sacó una llave del bolsillo y se la entregó a Gala.
—Por si las cosas se ponen… muy cachondas —dijo, guiñándome un ojo de forma descarada.
No entendí a qué se refería, pero Gala sí. Me sonrió, con las mejillas encendidas, y me tomó de la mano.
—Vamos —susurró.
La seguí sin comprender qué estaba pasando. Cuando me di cuenta, ya habíamos salido del depa de su amiga y habíamos subido un tramo de escaleras. Usó la llave para abrir la puerta, y supe que estábamos entrando en el apartamento de su amigo. Aunque eso ya no me importó.
Gala se lanzó sobre mí en el momento en que la puerta se cerró detrás de nosotros.
La atrapé por instinto, y ella enroscó sus piernas alrededor de mis caderas. La besé como si llevara toda la vida esperando ese momento, como si mi cuerpo supiera exactamente qué hacer aunque mi cabeza no pudiera pensar con claridad.
Su boca era suave y ansiosa, se movía contra la mía con hambre. La apreté contra la pared, sosteniéndola con mis manos firmes en sus muslos, y el beso se volvió más profundo, más urgente.
Ella gimió bajito, y el sonido me hizo perder el control. Mis dedos se deslizaron hacia su cintura, subiendo su vestido hasta sentir el calor de su piel.
Sus manos se enredaron en mi cabello, tirando con desesperación, atrayéndome más cerca. Cada movimiento era una declaración de que me quería tanto como yo la quería a ella.
Bajé dejando besos por su cuello, saboreando el temblor que dejaba en su piel. Gala arqueó la espalda, presionando sus caderas contra mí, y sentí cómo mi respiración se volvía un jadeo incontrolable.
—Guillermo… —susurró mi nombre en una súplica que no podía ignorar.
—Gala… —susurré su nombre contra su cuello, degustando su piel.
Ella gimió, me apretó más fuerte con las piernas, y casi me derrumbé ahí mismo. No podía detenerme. La besé con furia, con urgencia, como si no existiera el mañana.
Con un movimiento brusco, la llevé hasta el sofá. Caímos juntos, ella riendo entre jadeos, sus labios buscando los míos de nuevo. El vestido ya era un estorbo, y en segundos lo deslicé por su cuerpo hasta dejarla casi desnuda sobre mí. La visión me robó el aire.
—Eres… perfecta —logré decir, y ella me hizo callar con un beso aún más salvaje.
Nos movíamos de un lado a otro, sin dirección, sin pensar demasiado. Era puro instinto. Mis manos la recorrían entera, su piel ardía bajo mis dedos.
Entre risas cortas y jadeos, terminamos otra vez de pie.
La cargué hasta la cama, dejándola caer suavemente sobre las sábanas, aunque lo que sentía era todo menos suave. Ella me jaló encima de inmediato, sin darme espacio ni para pensar. Sus piernas volvieron a rodearme, atrapándome contra su cuerpo.
Nuestros labios volvieron a encontrarse, frenéticos, impacientes. Cada beso era fuego, cada roce una chispa que amenazaba con consumirnos.
Mis manos exploraban sus curvas como si necesitara memorizarlas. Sus dedos bajaban por mi espalda, marcando la piel con las uñas, su tacto era suave pero firme.
Era un deseo desenfrenado, crudo, que nos consumía. No había lugar para la cordura ni para los miedos. Solo ese instante. Solo ella y yo, devorándonos en cada segundo.
Sus besos eran un incendio. Nada más existía: ni la música que se colaba desde abajo, ni los gritos de la fiesta. Solo su boca en la mía, sus manos ansiosas, inexpertas y desesperadas recorriéndome cada centímetro.
Mi piel estaba rendida, ardiendo bajo el roce de sus dedos.
Sentí cómo mi camiseta se volvía un estorbo entre nosotros. Con un gesto impaciente, me la quité con un tirón, dejándola caer al suelo.
Sus ojos verdes me devoraban, brillando con una mezcla de hambre y ternura que me enloquecía.
—Eres… —susurró, pero no terminó la frase.
En vez de eso, se inclinó para besarme otra vez, más profundo, más descontrolado.
Mis manos encontraron el enganche de su sujetador. Ella arqueó la espalda para ayudarme, y en cuestión de segundos, estaba desnuda, expuesta y tan jodidamente perfecta. No podía evitar pensar que estaba hecha solo para mí.
Me dediqué a sentir su cuerpo con las manos, los labios, la lengua... con todo lo que tenía para ofrecerle. Cada rincon de su cuerpo era un manjar exquisito. Un descubrimiento que se me revelaba solo a mí.
Gala me tocaba con la misma urgencia, tirando de mi cabello, arañando mi espalda, pegándome contra ella como si quisiera fundirnos en uno solo.
El roce de su piel contra la mía me arrancaba el aire. Cada uno de sus gemidos era gasolina echada sobre las llamas que nos quemaba. Me sentía a punto de perder el control, y no me importaba.
—Guillermo… —susurró mi nombre, con un tono que me hizo arder por dentro.
Nos movíamos con torpeza y necesidad, cayendo en la cama, levantándonos de nuevo, besándonos hasta quedar sin aire. Pero nada era suficiente. Cada beso llevaba a otro más profundo, cada caricia pedía otra más intensa.
Fue duro, salvaje, desesperado. Dejamos que el deseo nos arrastrara y rompiera las barreras.
Su risa entrecortada, mezclada con sus jadeos, me volvía loco. El roce de su piel sudorosa contra la mía, el calor que nos envolvía, el temblor de sus manos al aferrarse a mí. Todo era demasiado perfect… casi irreal.
Me miró a los ojos en medio de aquel torbellino. Y aunque todo era fuego y urgencia, en su mirada había algo más. Algo que me golpeó más fuerte que cualquier jab recibido en el ring.
Era entrega. Era confianza.
Y yo la tomé como lo que era: un regalo.
No sé cuánto tiempo pasó. Podrían haber sido minutos o toda una vida. Solo sé que la tuve en mis brazos, que sus labios fueron míos y los míos de ella, que nos consumimos hasta que no quedó más que silencio y respiraciones entrecortadas.
La cama se volvió un campo de batalla y de entrega al mismo tiempo. Besos desesperados, caricias que no conocían límite, respiraciones que se mezclaban hasta volverse una sola. Cada vez que pensaba que ya no podía desearla más, ella encontraba una forma de encenderme otra vez.
Éramos incontrolables: contra la pared, en el sofá, en la cama… cada rincón se volvió testigo de esa urgencia, de ese deseo que nos desbordaba sin medida.
Cuando al fin caímos rendidos sobre la cama, con su cuerpo todavía enredado al mío, supe que no había marcha atrás.
Esto no era solo deseo ni era solo cosa de una noche loca.
Gala era un milagro. Una condena que recibía con gusto. Una cuerda en medio del abismo que era mi vida...
Y yo no pensaba soltarla.