Gala
La campana del almuerzo me sorprendió con la mente en otra parte.
Apenas había tomado apuntes durante la mañana; mi cabeza se distraía una y otra vez en escenas que no tenían que ver con medicamentos ni con teoría política hospitalaria.
Solo pensaba en los brazos de Guille, en la manera en que me había besado al dejarme en la universidad, con la furia silenciosa que latía en sus ojos cuando otros me miraban.
Julieta me alcanzó un sándwich desde su bolso y me hizo un gesto para que comiera algo. Obedecí a medias, sin hambre real, más por no escucharla regañarme.
El celular vibró en la mesa. Lo giré con la mano más sana, y al ver el nombre en la pantalla sentí un escalofrío recorrerme la espalda.
Padre.
Contesté con los dedos fríos.
—¿Sí?
Su voz fue breve, cortante, como un disparo.
—Hoy cenas en casa.
Cuatro palabras. Una sentencia eterna.
Asentí aunque él no pudiera verme.
—Está…
Cortó sin dejarme terminar y sin despedirse.
El resto del día se volvió un arrastre. Cada clase era