El eco del disparo aún me retumbaba en la cabeza cuando Luca me ordenó con voz grave que me quedara allí. Apenas tuve tiempo de asentir antes de verlo recoger del suelo el arma que yo había usado para matar a Adriano. Su expresión era la de un depredador en cacería: fría, letal. Me lanzó una última mirada cargada de promesa, y salió.
Los minutos que siguieron fueron eternos. Escuché pasos, gritos ahogados, luego disparos secos que hicieron vibrar las paredes. Cada detonación era un recordatorio de dónde estaba, de lo que acababa de hacer, de que seguíamos atrapados en un infierno del que quizá no había retorno.
Cuando volvió, su silueta llenó la puerta. Había sangre en sus zapatos, la mandíbula tensa, y sin embargo sus ojos se suavizaron apenas se posaron en mí. Me levantó sin decir palabra, y en un movimiento firme me cargó en brazos. Afuera, como si lo hubiera planeado, aparecieron sus hombres. Se notaba que habían estado cerca, esperando órdenes, listos para actuar.
El trayecto de