El silencio de la mansión parecía más pesado esa noche, como si hasta las paredes esperaran lo que estaba por suceder. No había presencias, ni pasos, ni voces en los pasillos. Solo Luca y yo, frente a frente en la penumbra de su despacho, con la información que Francesca me había entregado aún revoloteando en mi cabeza. No podía seguir callando; las piezas encajaban demasiado bien, y si me quedaba con aquello en el pecho, iba a enloquecer.
Respiré hondo y lo solté: le conté todo lo que sabía, lo que Francesca había descubierto sobre los medicamentos adulterados, sobre la posibilidad de que las inyecciones nunca hubiesen sido para ayudarme, sino para sabotear cualquier intento de embarazo. Y no solo a mí, sino a otras mujeres antes que yo. Mi voz temblaba entre indignación y miedo, pero en mis ojos ardía una determinación que yo misma desconocía.
Luca me escuchaba con esa quietud que siempre me desconcierta, como si nada en el mundo lo sorprendiera, como si ya hubiera contemplado hasta