El disparo resonó en el callejón, un estallido seco y brutal que cortó la noche como un cuchillo. El hombre de la navaja gritó, un sonido agudo de sorpresa y dolor, mientras su brazo sangraba y caía de rodillas. Sus amigos, los matones de pacotilla, no esperaron a un segundo disparo. Sus valentías se esfumaron junto con el eco del primer tiro, desapareciendo en las sombras de las que habían emergido, como cucarachas asustadas por la luz.
El olor a pólvora se mezcló con el hedor a podredumbre y orina del callejón. Mi mano no temblaba. La culpa por haber fallado el tiro letal fue un pensamiento fugaz, ahogado por la necesidad inmediata. Miré al hombre que gimoteaba en el suelo, su navaja brillando inútilmente junto a él. No era mi enemigo. Solo era un obstáculo.
—La próxima vez apunto a la cabeza —dije, y mi voz sonó extrañamente serena, mortal.
No esperé respuesta. Me volví y caminé hacia la puerta metálica corroída, empujándola con fuerza. Cedió con un chirrido quejumbroso que parecía