Los dos días transcurrieron con la lentitud de una condena. Cada hora era un martillo golpeando en mis sienes, un recordatorio de la espada que pendía sobre mi cuello y de la prueba que se acercaba. Había revisado los planes del cargamento hasta la saciedad. Los horarios, las rutas alternas, los nombres de cada hombre que estaría en el muelle. Lo conocía al dedillo. Era mi redención, mi único camino para enmendar el caos que había desatado. Esa noche era todo.
La tarde anterior a la llegada, el aire en mi habitación era pesado, cargado de un presentimiento que se negaba a disiparse. Y entonces, sonó. No era un mensaje esta vez. Era una llamada. De un número oculto. El corazón se me encogió, convirtiéndose en un puño de hielo en mi pecho. Lo dejé sonar, sabiendo que era una mala idea, pero la necesidad de saber, de enfrentar a mi fantasma, era más fuerte.
Al contestar, solo escuché una respiración forzada, un silbido metálico que sonaba artificial, como si usaran un distorsionador de v