El amanecer llegó sin avisar, como si la noche se hubiese disuelto sin darme permiso de descansar.
Las primeras luces se filtraban entre las cortinas del dormitorio, pero no traían calma. Había algo en el aire… denso, como si la tormenta de la noche anterior no se hubiera ido del todo, sino que se hubiese metido en los muros, en mi pecho, en cada rincón de esta casa.
No dormí.
Pasé las horas escuchando cada sonido, cada crujido del piso, esperando volver a oír pasos donde no deberían haberlos.
La imagen de Enzo abriendo el cajón del despacho, con aquella seguridad, no dejaba de repetirse detrás de mis párpados. Esa mirada suya… fría, demasiado consciente.
No era la mirada de un chico confundido ni de alguien inocente. Era la de alguien que sabe más de lo que debería.
Sabía que debía contárselo a Luca. Y, aun así, no pude.
No por falta de valor, sino porque algo dentro de mí me decía que debía esperar. Que si hablaba antes de entender, perderíamos la oportunidad de ver el verdadero ros