Desperté con la boca seca y un peso extraño en el estómago. Sabía que hoy empezaba la parte real del “proceso”: las inyecciones. La doctora había sido clara; primero estrógenos para preparar el revestimiento del útero, luego progesterona cuando marcara la fecha del intento. Palabras técnicas para algo simple: mi cuerpo iba a convertirse en terreno fértil para un embrión que no era mío.
Me vestí con calma. Al bajar, la casa estaba en ese silencio blindado que ya reconozco; los pasos amortiguados, voces en susurros, puertas que no golpean. Luca me esperaba en el vestíbulo, traje oscuro, corbata deshecha, como si hubiera salido a mitad de algo para venir a buscarme.
—Vamos —dijo, y abrió la puerta para que pasara primero.
En el auto no habló. Afuera, la mañana tenía un brillo limpio que no me pertenecía. Llegamos a la clínica antes de la hora. La misma recepcionista de sonrisa impecable me indicó un pasillo nuevo: “Fertilidad avanzada”. Luca caminaba medio paso detrás de mí, sin tocar