Los días comenzaron a repetirse como un ciclo perverso. Pasaba las mañanas en el hospital junto a Valentina, cuidando cada gesto, cada respiración, aferrándome a la esperanza de verla recuperarse. Por las tardes regresaba a la mansión de Greco, donde Gabriel me esperaba con esa sonrisa inocente que me daba fuerzas para continuar. Clara se ocupaba de él cuando yo no estaba, y juntas tejíamos un frágil equilibrio dentro de esa casa que no era un hogar, sino una trampa disfrazada de refugio.
Sin embargo, lo que no podía ignorar era cómo, con el paso de los días, la mirada de Greco sobre mí se hacía más densa. Ya no era el interés velado del primer momento. Ahora era algo palpable, una sombra que me recorría la piel incluso cuando no me daba cuenta. Lo veía en la forma en que sus ojos me seguían por los pasillos, en cómo encontraba cualquier excusa para acercarse, para preguntar por los niños, para ofrecerme “seguridad”. Todo estaba calculado. Y lo peor era que yo tenía que dejarlo creer