124: El Secuestro

El aire de aquella tarde estaba pesado, como si la ciudad supiera antes que yo que algo oscuro iba a suceder. Gabriel iba sentado en el asiento trasero, con su peluche apretado contra el pecho. Yo lo miraba desde el retrovisor y le sonreía, intentando contagiarle tranquilidad, aunque por dentro la ansiedad me consumía. Íbamos al hospital para las pruebas previas al trasplante. Era el día en que todo debía comenzar a tomar forma, el día en que la esperanza empezaba a materializarse. Y aun así, mi corazón no dejaba de latir con un ritmo frenético, como un presagio que me arañaba las entrañas.

—Mamá… —su vocecita me hizo volver al presente—. ¿Vale se va a curar?

Tragué saliva, forzando una sonrisa.

—Sí, mi amor. Tú vas a ayudarla, ¿recuerdas? Eres su héroe.

Él asintió, orgulloso, aunque apenas tenía tres años. Su inocencia me partía el alma. El mundo no debía cargar tanto sobre unos hombros tan pequeños.

El auto avanzaba por la avenida casi vacía cuando, de pronto, un chirrido desgarró e
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