Cuando el médico me dijo que podía irme al día siguiente, sentí una mezcla de alivio y temor. Mi cuerpo todavía estaba adolorido, mi mente aún cargaba con las imágenes del parto improvisado, de la guerra que se había librado más allá de esas paredes, pero mi corazón latía con fuerza cada vez que miraba a mi hija. Valentina dormía tranquila en la cuna del hospital, con sus puñitos cerrados y un gesto sereno en el rostro. Era como si el caos jamás hubiera rozado su mundo diminuto.
Creí que regresaríamos a la mansión del bosque, esa fortaleza donde habíamos pasado los últimos meses. Pero cuando subimos al coche, Luca tomó mi mano y me miró con una expresión distinta en los ojos. Como un niño pequeño que no puede contener la emoción y necesita mostrarle al mundo.
—¿Pasa algo especial? —pregunté.
—No vamos de regreso —dijo con voz firme—. Quiero llevarte a un lugar sorpresa. Un sitio donde podamos empezar de nuevo.
No pregunté más. Solo me acomodé contra el asiento, abrazando a Valentina