La batalla había terminado, pero en mi cuerpo seguía latiendo como un eco. Cada vez que cerraba los ojos todavía escuchaba los disparos, los gritos, el crujir de las paredes cediendo bajo el fuego enemigo. Y sin embargo, allí estaba yo, en una habitación blanca, con el olor a desinfectante impregnado en cada rincón, con mi hija dormida a mi lado, viva, respirando tranquila como si el mundo no hubiese estado a punto de derrumbarse.
Después de que el caos cedió ante la victoria de los hombres de Luca, los heridos fueron trasladados al hospital, lo mismo para nosotros. Las trabajadoras que me ayudaron a dar a luz, habían insistido en que debía ser revisada después de aquel parto improvisado. Yo apenas tenía fuerzas para protestar. Mi cuerpo estaba agotado, adolorido en cada fibra, pero el simple hecho de poder ver a mi bebé, de tocarla, me daba un consuelo que sobrepasaba cualquier sufrimiento. La habían colocado en una pequeña cuna al lado de mi cama y yo no dejaba de mirarla. Valentina