El silencio después del llanto fue tan absoluto que casi me asustó. El cuerpo me temblaba, empapado en sudor, con los músculos ardiendo de agotamiento. Apenas podía respirar, pero en mis brazos había un milagro: un pedacito de vida que agitaba sus manitas torpes, con los ojos cerrados y un llanto débil que ya comenzaba a calmarse. La apreté contra mi pecho, sintiendo cómo su calor se mezclaba con el mío, y de inmediato supe que cada herida, cada lágrima, cada miedo que me había atravesado valían la pena.
Era mi hija. Nuestra hija. La niña que había nacido en el peor de los escenarios, en medio del fuego y de la guerra, como un destello de luz en la oscuridad más densa.
Los ecos de disparos seguían retumbando en la distancia, las paredes vibraban por las explosiones, pero yo solo podía escucharla a ella. Su respiración entrecortada, sus movimientos diminutos, el murmullo de la vida recién llegada que contrastaba con el rugido de la muerte allá afuera.
La puerta se abrió de golpe. Mi co