El estruendo me sacudió los huesos. La tierra temblaba bajo mis pies como si la mansión estuviera a punto de derrumbarse. El suelo vibró, las paredes crujieron como si fueran a partirse, y el olor metálico de la pólvora comenzó a colarse por las rendijas. El corazón me martillaba en el pecho, pero lo peor no fue el miedo a la guerra que estaba invadiendo la mansión. Lo peor fue sentir el dolor repentino, brutal, desgarrador, que me atravesó el vientre como una cuchilla ardiente.
Me doblé sobre mí misma, jadeando. El líquido cálido descendió por mis piernas, empapando la tela de mi ropa. No necesité que nadie me lo dijera: mi cuerpo había decidido que el momento era ahora. No importaban las balas ni las explosiones. Mi hija quería nacer en medio de la batalla.
—¡No, por favor… no ahora! —supliqué entre sollozos, como si pudiera convencer a mi propio cuerpo de detenerse.
Pero otra contracción me sacudió, aún más fuerte, arrancándome un grito ahogado que se perdió entre los disparos en e