En la Prisión de la capital.
En una celda oscura y sin luz, María despertó con la ropa hecha jirones. Tenía grilletes en los pies y esposas de plata en las manos.
José, con su uniforme negro abrochado hasta el cuello, la cicatriz era muy visible incluso bajo la tenue luz.
—Después de tanto tiempo a tu lado, ¿aún no te ha tocado? Llévenla de inmediato a bañar, no dejen que se muera.
—Sí, jefe.
—¡Maldito canalla!
María de repente se levantó muy furiosa, pero antes de dar un paso, un bastón policial le había golpeado las piernas y se cayó al piso gritando de agudo dolor.
José, con la gorra puesta, se le acercó y la miró con desprecio desde arriba:
—Nadie se ha atrevido a desafiarme en mi territorio. Tú eres la primera.
—¡Soy la mujer de tu jefe, y tú sólo eres su perro! Si Andrés se entera de todo esto, ¡no te perdonará!
José había estado con muchas mujeres, pero la mayoría eran prostitutas. Y María era la primera virgen entre ellas. Había sido más gentil con ella en comparación a lo que