Jennifer fue dada de alta poco después del mediodía, con el olor del hospital todavía pegado a su ropa, la garganta irritada y la cabeza pesada. Lo que más recordaba de esa mañana no era al médico, ni los formularios, ni la enfermera retirándole la vía.
Era despertar y ver a Vincent sentado a su lado—agotado, pálido, aferrando su mano como alguien que por fin había dejado de ahogarse.
No dijo mucho.
No hacía falta.
Solo apartó un mechón de su rostro y le preguntó:
—¿Lista para ir a casa?
Casa.
La palabra le resultó extraña en la lengua, pero con todo lo que había pasado, la mansión era lo más cercano a un hogar que tenía.
Vincent condujo más despacio que nunca en su vida. Ella no comentó nada; sabía por qué. Cada esquina hacía que él la mirara de reojo. Cada semáforo le tensaba la mano en el volante.
La mansión estaba silenciosa al llegar. Sin personal merodeando, sin ruidos. Él la ayudó a subir las escaleras, aunque ella insistió en que podía caminar. No discutió—solo la guio a su ha