El edificio del tribunal olía levemente a papel viejo y cera —ese tipo de aroma que se aferra a los lugares que han sido testigos de demasiadas historias. La luz de las altas ventanas caía en haces pálidos y diagonales sobre los paneles de madera, convirtiendo el polvo suspendido en el aire en fantasmas lentos.
Cada sonido —el roce de unos zapatos, el chirrido de una silla— parecía prolongarse más de lo debido, como si las paredes mismas contuvieran el aliento.
Jennifer permanecía en silencio en la primera fila del público, las manos fuertemente entrelazadas sobre su regazo. El pequeño crucifijo dorado que colgaba de su cuello temblaba con cada respiración irregular.
A su lado, Carlos se inclinaba hacia adelante, los codos sobre las rodillas, con los ojos fijos en la mesa de la defensa. Un poco más allá, Elena Moretti —impecable de negro— parecía asistir no a un juicio, sino a un funeral. Su expresión era indescifrable, los labios apenas curvados, como quien contempla una tragedia con