Mundo ficciónIniciar sesiónDentro del otro SUV, Jennifer intentaba seguir el rastro de los giros, del tiempo, de cualquier cosa que pudiera ayudarla. Pero los hombres eran meticulosos: daban vueltas, se metían por calles laterales, manteniéndola desorientada. Cada vez que creía que se dirigían tierra adentro, el conductor giraba de nuevo hacia la costa.
La garganta le dolía de tanto contener otro grito. Se obligó a escuchar, a aferrarse a fragmentos de susurros entre ellos.
“…Voss la quiere viva…”
“…no la golpees demasiado…”
“…el jefe dice que esta noche aprenderá lo que pasa cuando lo desafías.”
El estómago se le revolvió. Voss. Siempre la sombra, el depredador que se acercaba más.
Jennifer apretó los puños, las uñas clavándose en las palmas. El miedo le latía en las venas, pero debajo —enterrado profundamente— había algo más afilado. Vincent vendrá. Tiene que hacerlo.
***
La caza había comenzado.
El convoy de Vincent atravesaba la ciudad, los faros cortando la oscuridad. Su teléfono se iluminaba con transmisiones entrantes: cámaras de tráfico, señales satelitales, conversaciones policiales interceptadas. Cada fragmento de información se vertía en su mente como fuego sobre hierba seca.
“Norte. Dos SUVs. Cristales polarizados. Sin placas.” Carlos informó desde el asiento del pasajero, con los ojos fijos en la pantalla.
La mandíbula de Vincent se tensó. “No llegarán lejos.”
Pidió otro favor —un nombre que hizo que Carlos lo mirara de reojo, incómodo. A Vincent no le importó. Esa noche no había líneas. Ni reglas. Solo Jennifer.
Y en algún lugar allá afuera, en la oscuridad, Voss sonreía.
***
El convoy de dos SUVs rugía por la carretera costera, sus motores gruñendo contra la noche. Dentro del primero, Jennifer permanecía inmóvil, el pulso latiendo como un tambor de guerra. Las olas, que antes la calmaban, ahora parecían un público de su terror, estrellándose sin cesar como si se burlaran de su impotencia.
El hombre del asiento del copiloto abrió la guantera y sacó una pistola. Revisó la recámara con la gracia casual de quien lo ha hecho demasiadas veces. El sonido del cerrojo al encajar hizo que Jennifer se estremeciera.
“Estarás callada cuando lleguemos,” dijo sin mirarla siquiera. “Al jefe no le gusta el ruido.”
La garganta se le secó. Pensó en Vincent —en su voz, en el fuego de sus ojos cuando le dijo que enterraría a Voss. Ese recuerdo era el único hilo que la mantenía entera.
Pero los hilos se rompen bajo demasiado peso.
***
El SUV de Vincent cortaba el tráfico como una cuchilla. Sus hombres lo seguían en formación escalonada, las radios llenando el aire de reportes cortos.
“Muelle norte —una cámara captó dos SUVs negros, polarizados. Van hacia el este.”
“Copiado. Unidades dos y tres, redirigiéndose.”
Vincent se inclinó hacia adelante, los ojos fijos en la carretera. Su mano tamborileaba contra el volante, no por nerviosismo, sino por necesidad de violencia. Cada segundo que Jennifer permanecía en manos de ellos era otra tortura.
La veía en destellos: su sonrisa en la cena, el temblor de su voz al agradecerle, el valor frágil en sus ojos. Imaginarla ahora, atrapada, aterrada, torcía algo tan profundo dentro de él que parecía quebrarle los huesos.
Carlos se movió incómodo a su lado. “Señor… sabe que Voss no lo pondrá fácil.”
La mandíbula de Vincent se endureció. “Entonces se lo pondré fácil yo. Solo respirará esta noche si yo lo permito.”
La radio crepitó otra vez. “Confirmación visual: dos SUVs en la desviación de Marina.”
Vincent pisó el acelerador. El motor rugió. “Intercepción.”
***
Los captores de Jennifer no notaron el cambio en el aire al principio. El conductor tarareaba, golpeando el volante, como si la noche le perteneciera. Pero luego los faros se reflejaron en el retrovisor —no uno, sino tres, acercándose rápido.
El copiloto se inclinó hacia adelante. “Tenemos compañía.”
El conductor maldijo, girando bruscamente el volante. Los SUVs se separaron, uno tomando rumbo al área industrial, el otro lanzándose hacia la autopista.
El aliento de Jennifer se detuvo. El coche dio un salto tan fuerte que el cinturón la apretó contra el asiento. Una mano cruel le sujetó el hombro, empujándola de nuevo.
“No te muevas, princesa.”
Vincent no dudó. Su SUV giró a la izquierda, siguiendo el vehículo donde estaba Jennifer. Los demás se desviaron tras el señuelo.
Carlos se aferró al tablero. “Son ellos.”
Los labios de Vincent se curvaron en algo que no era sonrisa —demasiado filosa, demasiado fría. “Bien.”
Cambió de marcha. La distancia se acortó.
La persecución estalló como fuego en la oscuridad.
Los SUVs rugían por la carretera del muelle, llantas chillando, motores gritando. Los captores de Jennifer gritaban ahora, ladrándose órdenes. Ella podía ver los faros detrás, más cerca con cada respiro.
El copiloto sacó su pistola, girando para apuntar por la ventana. “¡Dispárales a las llantas!” gritó el conductor.
Los disparos resonaron. El cristal del SUV de Vincent estalló. Carlos se agachó, maldiciendo. Pero Vincent no se inmutó. Conducía más rápido, esquivando con precisión, con el control de un hombre que hace tiempo había hecho las paces con la muerte.
Estaba ganando terreno.
El corazón de Jennifer retumbaba. A través de la ventana trasera, lo vio —su rostro iluminado por el tablero, duro como piedra, ojos de fuego. Por primera vez desde que la arrastraron al vehículo, sintió aire llenar sus pulmones.
Vincent la había encontrado.
El convoy rasgaba la noche como una manada de lobos, pero Vincent era el depredador que no esperaban. Su SUV avanzaba, acortando la distancia con aterradora inevitabilidad.
Carlos se sujetaba de la puerta mientras las balas rebotaban contra el capó. Saltaban chispas, el parabrisas se resquebrajaba, pero las manos de Vincent seguían firmes. Ya había cazado hombres antes. Ya había conducido con sangre en la boca y la muerte en el retrovisor. Esa noche, la violencia no tenía nada de nuevo —excepto que Jennifer era el centro de todo.
Y por ella, quemaría el mundo.
El copiloto del SUV de Jennifer se inclinó más, disparando otra vez. Cada fogonazo iluminaba su rostro lleno de cicatrices, los dientes descubiertos como un animal. Jennifer se encogió en el asiento, abrazándose, rogando que las balas no alcanzaran a Vincent.
“¡Dale más fuerte!” gritó el conductor. Giró el volante, golpeando el SUV de Vincent. El metal chilló contra el metal. El mundo se sacudió. Jennifer gritó.
Vincent no se movió. Su mandíbula se tensó, los nudillos blancos mientras forzaba su SUV a mantenerse recto. La rabia le ardía en las venas como combustible. Pisó el acelerador, embistiendo el parachoques trasero del otro vehículo una, dos veces —cada vez más fuerte.
El copiloto casi soltó el arma. “¡Mierda, nos va a volcar!”
El conductor maldijo, luchando por mantener el control. Pero Vincent era implacable. Conducía como un hombre poseído, golpeando el parachoques con precisión letal.
Carlos se aferró. “Señor, si sigue así la matará—”
“Ella confía en mí,” lo interrumpió Vincent, su voz oscura como el trueno.
Jennifer se aferró al cinturón, respiración entrecortada, ojos abiertos de par en par. Por un momento vio su silueta bajo los faros —implacable, inquebrantable, ardiendo por ella. Su terror se transformó en otra cosa: un frágil y peligroso hilo de fe.







