Un matrimonio por obligación

La mansión Thompson, antaño un hogar lleno de vida y esplendor ahora no era más que una tumba de lujo. Las cortinas permanecían cerradas, el polvo se acumulaba en los muebles y un silencio fúngico se apoderaba de cada rincón. La luz del sol rara vez se filtraba en su interior, y el aire olía a whisky, tabaco y humedad.

Demian estaba hundido en su despacho, con la cabeza apoyada en su mano y un vaso de licor en la otra. Las botellas vacías se apilaban sobre la mesa como testigos de su miseria. Sus ojos hundidos y su barba descuidada eran la prueba viviente del tiempo que había pasado ahogando su pena. Desde el día en que Claudia se marchó, cada amanecer era una condena. No había pasado un solo día sin pensar en ella, sin recordarla, sin escribirle. Pero Claudia nunca respondió.

Pasaba pendiente de como su carrera en la actuación había despegado, cada cumpleaños le enviaba un regalo de miles de dólares, pero ella seguía ignorándolo.

Su chofer, era el encargado de entregar sus cartas y regalos, una tras otra, un ruego tras otro. Pero cada noche el hombre regresaba con las manos vacías y la mirada compasiva, informándole que no había respuesta. Al principio, Demian se aferró a la esperanza, pero con cada día que pasaba, la certeza de su abandono se clavaba más hondo en su pecho.

Un estruendo irrumpió en la melancolía del despacho cuando la puerta se abrió de golpe. Pocas personas se atreverían a hacer algo así en su presencia. Solo una podía darse ese lujo: su madre.

—¡Basta ya, Demian! —exclamó Elizabeth Thompson, con el porte firme y la mirada severa—. No puedo seguir viéndote así.

Demian entornó los ojos ante la luz que se filtraba desde el pasillo. El resplandor le hizo doler la cabeza. Se restregó la cara con ambas manos y suspiró.

—No tienes derecho a irrumpir así en mi mansión —gruñó con voz rasposa.

—Soy tu madre, puedo hacer lo que quiera —replicó con frialdad, avanzando hasta el escritorio—. Y no voy a permitir que sigas arruinándote. Es suficiente, me escuchas.

Demian soltó una carcajada amarga, vacía, carente de toda alegría.

—No hay nada que arruinar. Lo que tenía que perder ya lo perdí madre.

Elizabeth apretó los labios y lo observó con una mezcla de tristeza y determinación.

—Claudia no va a volver, hijo. No puedes seguir encadenado a un fantasma.

Demian se tensó. Solo el sonido de su nombre bastaba para despertar en él un dolor punzante.

—Ella es la mujer que amo —murmuró con un dejo de obstinación.

—No te ama —sentenció Elizabeth sin rodeos—. Si lo hiciera, habría respondido. Habría vuelto. Pero no lo hizo. Y tú sigues aquí, consumiéndote, bebiendo, desperdiciando tu vida.

Demian bajó la mirada hacia su vaso. El nudo en su garganta le impidió responder.

—Por eso he tomado una decisión —continuó ella, con voz firme—. Vas a casarte. No está a discusión.

Demian alzó la cabeza de golpe, sus ojos oscurecidos por la incredulidad.

—¿Perdón? —espetó con una risa incrédula—. Debes estar bromeando.

—No es una broma —replicó Elizabeth, cruzándose de brazos—. Ya he elegido a una mujer para ti. Es fuerte, inteligente, hermosa y podrá ayudarte a salir de este hoyo en el que te has enterrado.

La idea le resultaba tan absurda que no pudo contener la burla en su rostro.

—¿De verdad crees que una mujer querría casarse con un monstruo? —preguntó con amargura—. Mira mi rostro, madre. Mírame bien. Soy la burla de la ciudad, el hombre al que su esposa abandonó por ser un lisiado.

Elizabeth sintió un nudo en el pecho al escuchar a su hijo hablar de sí mismo con tanto desprecio. Se acercó y apoyó una mano en su mejilla.

—No eres un monstruo, Demian —susurró con dolor—. Eres mi hijo, y te amo. Pero no puedo verte destruirte así. Hare lo que deba.

Demian cerró los ojos ante el tierno contacto de su madre. Por un momento, la calidez de su toque casi lo hizo ceder, casi lo hizo permitir que entrara en su mundo de sombras. Pero el dolor era más fuerte.

Se apartó con un suspiro y negó con la cabeza.

—No lo haré.

—Sí, lo harás —afirmó Elizabeth, con una frialdad que no dejaba espacio a discusiones—. O perderás la empresa.

El silencio cayó como una losa en la habitación.

Demian sintió que el aire se volvía denso en su garganta. La empresa era lo único que le quedaba. Lo único que lo mantenía a flote. Su último vínculo con el hombre que una vez fue.

—No harías eso… —murmuró, pero en el fondo sabía que su madre era capaz de hacerlo.

—Lo haría —confirmó ella con determinación—. No me importa cuánto me odies por ello. Prefiero verte furioso que muerto.

Demian cerró los ojos con frustración. Cada fibra de su ser le gritaba que se negara, que peleara, que no se dejara manipular. Pero la verdad era que ya no le quedaba nada más.

Exhaló con resignación y asintió lentamente.

—Lo haré —cedió con voz baja—. Pero quiero que quede claro, madre: Claudia sigue siendo la mujer que amo. No importa con quién me cases, ella es la única para mí. Y tarde o temprano, la recuperaré.

Elizabeth lo miró con tristeza, pero no dijo nada.

Porque en el fondo, temía que su hijo nunca pudiera soltar el fantasma de Claudia, ni siquiera cuando otra mujer llegara a su vida.

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