Los días avanzaban como si el mundo hubiera decidido tomarse su tiempo para caer en picada. En la mansión, la tensión era una presencia constante: silencios más largos, miradas que buscaban amenazas en cada esquina, pasos que se volvían más prudentes. Demian no pensaba quedarse quieto. La noticia de lo ocurrido con Gabriel se había infiltrado en su paciencia como una astilla en la piel: Kitty estaba pasando los límites. Ni la policía ni sus hombres podían dar con ella. ¿Quién la ayudaba? ¿Cómo lograba camuflarse? Sus dedos golpeaban el escritorio en un ritmo seco, obsesivo, como marcando el tiempo de una ira contenida.
El teléfono vibró en su mano y levantó la vista. Era uno de sus hombres de confianza. La voz, grave, apenas contenía una mezcla de sorpresa y advertencia.
—Señor, la ubicamos. Está en un bar —dijo el hombre—. Un local en el centro. Bebiendo. Con total tranquilidad.
Demian tragó saliva y, sin pensarlo mucho más, ordenó que prepararan el vehículo. Su primer impulso fue